Una mujer expeditiva y práctica, un hijo que abandona su esencia. La vida programada de antemano.
Por Enriqueta Barrio (*)
Juancito era uno de esos nenes de cuento.
Ojos redondos color caramelo, de pestañas largas y expresión inteligente; la carita salpicada por unas pecas anaranjadas, la sonrisa fácil y la voz un poquito ronca. Era sensible, dulce, soñaba con ser veterinario, tenía un buen corazón. Nunca se burlaba de sus compañeritos y escribía preciosas narraciones que emocionaban a las señoritas que le ponían un gran Felicitado.
Iba a tercer grado de un colegio muy exigente y, aunque no le costaba aprender, era bastante vago, entonces Marta, la mamá, lo llevaba a clases particulares a lo de Laura todos los días después de la escuela, para que hiciera la tarea y después no tener que perder tiempo yendo a reuniones con la maestra.
Así era Marta: expeditiva, práctica, de esas que parecen tener todo planeado al empezar vivir, no como otros que vamos a los banquinazos hasta encontrar la ruta estando ya maltrechos y cansados.
Marta ya sabía que iba a explotar lo mejor de su cuerpo, que no era gran cosa pero la cuestión era saberlo aprovechar; que a “un tipo” (como llamaba a todos los hombres), se lo “engancha” (como llamaba a todas las historias de amor) en la cama, que las otras “minas” (como llamaba a todas sus congéneres) eran rivales a vencer, interesadas y capaces de todo con tal de llegar a tener una vida como la que ella quería.
Para Marta no habían lindos ni feos; gordos ni flacos, intelectos admirables o habilidades asombrosas: para ella había tipos con guita y sin guita. Y ella iba a hacer que ese tipo multiplicara su riqueza, convirtiéndose en ama y señora.
No quería vaguear con la plata de un marido, no, no. Ella quería comprar y vender, tener a todo el mundo cagando, emprender, construir y convertirse en una figura poderosa en la ciudad. La plata del marido era, digamos, la pista de despegue.
Y se le dio, eh. Empezó con un concesionario de autos, un tano charlatán, que estaba casado. Ella puso toda la carne al asador: se compró unos baby doll de infarto, fue comprensiva y le echó tierra a la esposa todo lo que pudo.
Giancarlo actuaba como enamorado y le hacía regalos fantásticos que dejaban patitiesas a las otras vendedoras de la galería, pero no se la jugaba a pesar de los ultimatums que ella le ponía, así que un tiempo después Marta lo dejó sin temblar: “No voy a perder mis mejores años esperando a este tipo”, afirmó sin el menor resto de cariño.
A los meses, una amiga le presentó a un “empresario gastronómico” como se anunciaba él mismo, dueño de un par de cafés en la ciudad, con mucho potencial de crecimiento. Alberto, que así se llamaba, venía de un aburrido matrimonio de treinta años, con los pibes ya grandes e independientes, y bueno, cayó en las manos expertas de Marta, y terminó mandando al diablo esposa, casa, hijos y perro.
Marta estaba chocha, un hijo para tenerlo bien atado (“dos no porque te queda el cuerpo ya deformado”) y a hacer crecer la cosa.
Marta entró, al otro día del casamiento, al café y se puso a dar órdenes con total convicción, como si supiera, poniendo caras de asco y no mirando jamás a un empleado a la cara.
Alberto quedó desconcertado al verla tan segura… no parecía así antes, mientras eran dulces amantes. Pero se sentía viejo, cansado, con pocas ganas de pelear y arruinar otro matrimonio, y la dejó hacer. Por otro lado, él tampoco era un socialista utópico, así que las maneras de Marta le parecían necesarias.
Ella arrancó con todo, era una locomotora arrasando. Quedó embarazada enseguida. Invirtió en locales, construyó PH aprovechando al máximo cada centímetro de terreno y usando los materiales más berretas que encontró.
Dejaba sin pagar a los plomeros y electricistas, haciéndolos rogar y gastarse la mitad de lo que habían ganado en ir y venir de la oficina, solo por querer demostrar quién tenía la manija, porque tenía la plata. Creía que “la gente” (como llamaba a todo empleado o cuntapropista que le hiciera un trabajo) era chanta, inútil y querían aprovecharse de ella para sacarle dinero trabajando menos.
La casa que construyó para Alberto, Juancito y ella reventaba de excesos lujosos: la pileta con luces de colores y chorros que la cruzaban de lado a lado la hacía sentir Cleopatra, dueña de un imperio. Pensaba con placer en lo que dirían las otras vendedoras de la galería en la que ya no trabajaba, las sabía verdes de envidia.
La cuestión es que esta era la madre de Juancito. Alberto lo trataba más como a un nieto, no lo retaba nunca y dejaba que Marta se ocupara del chico; él solo quería tomarse unos wiscachos a la noche e irse a dormir casi inconsciente.
Laura, la maestra particular, quería muchísimo al nene, lo esperaba con una chocolatada calentita para que la tomara antes de hacer los deberes, y él siempre llevaba unas galletitas. Mantenían conversaciones generales sobre la vida, los trabajos, la familia, los sueños de ambos, y ella no dejaba de sorprenderse de la honestidad y dulzura que tenía Juancito frente a las cosas.
Cuando Marta llegaba a buscarlo pegando tres estruendosos bocinazos desde la calle, Juancito sonreía y decía “Llegó Miss Nervios”, con cariño, pero percatándose bien con qué bueyes araba.
Para Laura estas clases eran un momento agradable y creativo, disfrutaba de esa hora y media de paz, sacando punta a los lápices y acomodándolos en la cartuchera como pensaba que haría el día de mañana con su hijo.
A los dos años la familia se mudó a un barrio privado y Laura no volvió a ver a Juancito ni a tener noticias de él.
Hoy, treinta años después, lo vio en el noticiero. En realidad supo que era Juancito al leer el nombre en el pie de la imagen, porque no lo hubiera descubierto nunca. Un hombre grande, de mirada endurecida, vestido a la moda con esos pantalones tan ajustados y el pelo rapado a los costados. Ni rastros de las pequitas ni de la mirada cálida.
Ahora él es Míster Nervios, pensó con nostalgia la maestra. Había sido llamado a declarar en una causa por construcciones ilegales en plena playa de la costa de la provincia y evasión impositiva. Él aseguraba que el problema era que todos eran una horda de fracasados envidiosos de su éxito, en un país que no lo dejaba crecer y que confiaba ciegamente en la Justicia.
Contestaba sin mirar a nadie a la cara y se fue subiéndose a un auto que reventaba de excesos lujosos, acelerando con furia mientras las viejas que pasaban se sobresaltaban y se tapaban las orejas.
“Qué cosa…”, pensó Laura frente al televisor, en la misma mesa en la que le había dado clase a Juancito años atrás, “¡Tan lindas narraciones que escribía!”
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora,
enriquetabarrio@gmail.com, en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.